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Lo confieso: estoy harto

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Hoy día, las nuevas tecnologías ayudan en muchos casos, pero dan un arma a cualquiera para que pueda libremente disparar por doquier, aunque no tengan ni la formación, ni el criterio ni la experiencia suficiente para dar lecciones a quien ni las pide ni las quiere en esto del vino

Te das una vuelta por la red y no tardas en descubrir niñitos que se creen que saben todo sobre el vino y se atreven a dar catas sin catar el vino, simplemente insultando a todo aquel que no opina como ellos. El vino es lo que ellos dicen y todos, el resto del mundo, están equivocados. Lo demás no vale, y te inunda la sospecha al catar los vinos “fenomenales que pregonan”; el interés económico está tras la crítica y tras la alabanza; corrompidos y encima insultando. Algún día hablaré más a fondo de estos niñatos, que hoy no toca.

Afloran por miles las crónicas de restaurantes, de platos, escritas, muchas, por gente que no tiene ni idea y que pretende emular a grandes maestros de la restauración. También hablan de la cata, no solo de vinos, de la cocina más sencilla a la más sofisticada, y lees cada crónica que te quedas de piedra. Escritores gastronómicos que, creo, nunca han comido en un buen restaurante, pero se atreven a criticarlo.

Estos críticos de pacotilla, estos “expertos” juegan a criticar, van de modernos, logran seguidores, pero no se dan cuenta del daño que pueden hacer. Juegan con el pan no de un restaurante, sino de muchas familias, cuando critican sin conocimiento ni la sapiencia suficientes para poder hacerlo.

Estoy harto de leer a diario a tantos y tantos que hablan de los vinos, con lenguajes complicados, esnobistas dados a sacar aromas y sabores, que, al no saberlos ni ellos mismos, proponen unos nombres y unas excentricidades imposibles, ridículas, unos aromas que la mayoría de nosotros, los comunes mortales, ni hemos olido ni creo que muchos lo olamos en toda nuestra vida, y sin embargo osan calificar así a un vino.

Me da risas algunas cartas de vinos de restaurantes, amoldadas a unos trasnochados gustos, desordenadas, repetitivas, manoseadas por el tiempo y sin información suficiente, con reiteraciones obsoletas y ninguna novedad, sin apertura ni a los vinos ni a nada que pueda sonar a nuevo, sin riesgo chispa ni gracia.

Cada día desprecio más a estos gurús del vino que han conseguido que muchos vinos tengan que ser iguales para merecer ser puntuados: que un tempranillo de Cuenca deba ser como uno de Rioja, de Valladolid o de Granada, que exigen una tipificación, una adaptación a sus gustos. Como dijo el periodista argentino Alejandro Maglione “El vino habla en castellano o francés, no en inglés, en inglés, el whisky”.

Pero no todo es falta de profesionalidad, disfruto cada día más de excelentes artículos que te brinda la red, de gente de calidad contrastada, gente con experiencia, gente como hace poco Peñín, que sabía reconocer que con su experiencia aún se equivocaba, y aún era capaz de estremecerse con un buen vino; pero también con jóvenes deseosos de aprender, con un lenguaje claro y directo.

Y disfruto, cada día más, de poder catar esos vinos nuevos, esos “experimentos” de valientes enólogos que no se quieren ceñir al inglés y que hacen verdaderas delicias, nuevas, frescas, sorprendentes. Y ante una copa de estos buenos vinos, me alegro y disfruto pensando en la suerte que tenemos de tener tantas bodegas, tantos vinos distribuidos por toda nuestra geografía, y saber que aún nos aguardan sorpresas, ilusiones y poder probar vinos espectaculares aunque no tengan muchos puntos. Que yo bebo vino, no puntos.

 

Javier Sánchez-Migallón  
Javier Sánchez-Migallón
Director Ediciones Albandea y El Correo del Vino

 

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