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La otra cara de las ferias y los salones

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No oculto que, por mi perfil y por mi forma de ser, me gusta salir del ámbito laboral de vez en cuando, participar en ferias y salones de todo tipo, estar en contacto con la gente y transmitir, en la medida de lo posible, el entusiasmo que siento por el mundo y la cultura del vino, aunque no es oro todo lo que reluce.

Desde el asedio cansino que empieza a surgir a partir de la entrada masiva del personal a muchos salones al que se ven sometidas las responsables de los stands, hasta el deporte de algunos consistente en apurar botellas a medias, esbozar sonrisas para reclamar regalos por parte de los expositores o por el simple hecho cleptómano de llevarse hasta los metacrilatos con las fichas de cata de los vinos y cualquier otra cosa que pueda ser gratis. Menos mal que en los salones mejor organizados está previsto todo esto y los propios expositores también se lo saben al dedillo.

Nadie puede obviar tampoco que el vino es un producto con contenido en alcohol. Por eso mismo, se habilitan escupideras y se deja un espacio para todos aquellos que quieran aprovechar la confluencia de muchas bodegas para catar uvas, terruños y formas de elaboración muy diferentes. Eso sí que es lo verdaderamente enriquecedor. Porque si llega alguien que se te acerca a la mesa expositora y te reclama la atención con un “lléname” poco podemos hacer por cristianizar a este bárbaro.

Otra cosa bien diferente es el intercambio de botellas que suele darse entre los vecinos más cercanos en un salón, algo que siempre te hace quedar bien cuando llegas a casa y que se agradece a la hora de tener, cada vez más, un registro más amplio en el espectro de vinos que conoces, porque todos los días se aprende en este mundillo.

Lo de tratar de ligar con asistentes de stand muy similares o con las o los responsables de los stands es algo muy recurrente y la verdad es que la gente puede ponerse muy pesada y muchas veces hay que salir al rescate de alguien que se ha puesto muy cabezón y se cierra en banda en invitar a cenar a alguien que le acaba de servir un vino.

Es aquí donde hay que ejercer de compañero y salir al quite, siempre y cuando se pueda, porque recuerdo que esto fue tarea casi imposible en una bodega para la que trabajé y en la que tuvimos la suerte de contar con Cristina Pedroche como azafata. Menos mal que nos hicimos anchos en el pasillo de acceso a las mesas y no dejábamos que el tropel de gente asediara a la presentadora, porque las fotos pueden ser excusas para tomarse ciertas libertades que acaban agobiando al más pintado.

También está el típico que quiere engañar y que dice que es importador, catador de vinos o yo qué sé, cuando es algo que puede cotejarse rápidamente en un sector en el que, con el tiempo, casi todos nos conocemos. Esa puede ser, afortunadamente no se dan demasiados casos, la excusa para que traten de beneficiarse de algún regalo corporativo o para que determinadas botellas especiales que suelen guardarse debajo de los manteles se abran de inmediato.

Lo “malo” es que siempre hay que ser muy profesional y educado, porque nunca sabes con quién te vas a enfrentar y se debe sopesar si aquel al que no le has dado una botella de vino es realmente un importador con el que puedes iniciar una colaboración comercial impresionante. Nunca se sabe. Por eso mismo, siempre se ha de intentar recabar la máxima información posible a modo de tarjetas o buscar referencias entre quien pueda acompañar a determinados visitantes.

Tampoco quiero obviar lo que sucede cuando tienes la deferencia de llevar una pequeña tapa a tus compañeros de stand o a tus vecinos. Directamente, en muchos sitios se te echan encima y te arrebatan las viandas con el derecho del que se cree que tiene que consumir algo sólido entre tanto zumo de uva fermentada. Eso sí que nos echa a muchos para atrás. Aun así, afortunadamente, hablamos tan sólo de un porcentaje demasiado ínfimo de los visitantes, porque, como dice mi padre, “de por na’, aunque sean cantos”.

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