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Leyendas urbanas, o no…

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Lo que no se comunica
Lo que no se comunica

En tiempos en los que se impone la mesura, y en el que los científicos no se ponen de acuerdo sobre los beneficios del consumo moderado de vino, leo..

con regocijo una simpática noticia en la que un vecino de Vigo ha fallecido a los 107 años, asegurando sus familiares que todos los días bebía unos 3 litros de vino y que no probaba apenas el agua.

Desde luego, hay naturalezas y naturalezas y no vengo a aconsejar desde esta tribuna a que hagan lo que este gallego, que elaboraba vino joven en una pequeña bodega de unos 60.000 litros de los que él mismo se bebía más de 3.000, porque lo que le viene bien a una persona no tiene por qué venirle bien a otra y no podemos ser simplistas a la hora de completar cualquier silogismo.

Esta noticia, a uno que ha mamado el vino desde pequeño, no le extraña en absoluto, con todas las historias que he escuchado a lo largo del tiempo. En mi propia casa, cuando los albañiles se empleaban en arreglar y limpiar los canalones de los tejados, en el descanso del almuerzo daban buena cuenta de una cuartilla (4 litros), hasta que esta práctica empezó a verse mal con la irrupción de la prevención de los riesgos laborales, y por la carga de conciencia que habría que soportar si pasara algo.

Conozco también a abuelos de amigos míos que aseguraban beber sólo vino. “¡Bastante agua tiene ya la uva como fruta que es!”, decía uno de ellos, al igual que los que aseguran que el agua destroza los caminos y lo extrapolan a lo que pueden hacer entonces con nuestros intestinos. Lo que sí es extraño es que en la comida este abuelo gallego se bebiera el equivalente a dos botellas de vino, por mucho que asegurara que era vino que él mismo hacía sin ningún tipo de química, como siguen diciendo nuestros mayores.

“Uva pisada, vino feito y a beber”, tenía como lema el infortunado, quien reclamaba un vaso más de vino antes de acostarse “para roncarle a la muerte”, en ese exacerbado esfuerzo por plantarle cara a la parca mediando nuestra bebida báquica. Y no puedo estar más de acuerdo, porque en mi estado del WhatsApp, en lugar de “en el trabajo”, “ausente”, “en el cine” o demás, siempre se lee: “En bebiendo vino, y en peyendo fuerte, se le enseñan los cojones a la muerte”.

En mi Valdepeñas, más de un anciano me ha explicado cómo parte del salario se lo llevaba el vino, cuando no se lo llevaban puesto en almuerzos en los que devoraban viandas y litros de vino, lo que no les impedía, minutos más tarde, coger a pulso los pesados volantes de hierro fundido de las bombas de trasiego, que pesan un quintal, y bajarlos a las cuevas para seguir trabajando, en unos empotros de madera que servían de estructura para las míticas tinajas de barro de Villarrobledo.

En esos pasadizos mágicos, muchos forasteros abrían los sombreros de las tinajas, vaso en ristre, y ellos mismos llenaban los vasos para degustar sin remover el interior, absorbiendo más cantidad de alcohol de lo normal, algo con lo que con 2 o 3 vasos salían atolondrados… Todo lo contrario que el chaleco antibalas que han de tener con el etanol los que pueden presumir de beber sólo vino.

Claro que también hablamos de otros tiempos, de vinos menos alcohólicos. Esa prueba de fuego la hago yo mismo con mi madre, que tiene 86 años, y que no retira un buen vaso de vino, si se lo acercamos, a pesar de que haga guiños y aspavientos con los nuevos vinos varietales que tenemos la suerte de disfrutar en la actualidad. Eso arde, qué fuerte, suele decir, cuando en su tiempo se solían beber claretes o “aloques”.

Por desgracia, este vecino de Vigo no va a ayudar más a que remontemos en el tétrico ranking de consumo nacional de vino. Y, más aún, tampoco sabemos si alguien que estrene mayoría de edad vaya a poder reemplazarlo. Y menos con esos consumos, a pesar de que puedan sonar a leyendas urbanas, ¿o no?

 

José Luis Martínez Díaz  
José Luis Martínez Díaz
Licenciado en CC. de la Información, miembro de la AEPEV y de la FIJEV.

 

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