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En la variedad está el disgusto

El 10 noviembre, 2015

En Europa, de todos es sabido, siempre se ha asociado el vino a su lugar de procedencia. No hace falta explayarse en ello, es dato.

Así que la mayoría de vinos eran mezcla de variedades y las viñas estaban plantadas en función de conocimientos empíricos centenarios y de su adecuación al gusto y las posibilidades de elaboración de los tiempos. Con más o menos conocimientos el Hombre siempre ha sido inteligente, aunque algún espécimen se emplee con vehemencia en demostrar lo contrario. Las variedades de ciclo corto se plantaban en zonas de maduración difícil, las de brotación tardía en zonas propensas a las heladas primaverales y, en algunos casos, se alternaban las filas –líneos en mi pueblo- de distintas variedades preparando el blending ya desde el campo. Daba igual, por que el criterio “marketiniano” se basaba en el origen –Rioja, Rueda, Chablis, Champagne…- y la variedad no era lo relevante.

También es cierto que hubo algún intento de plagiar vinos de otras zonas plantando variedades foráneas e intentando copiar el método de crianza, la Palomino en Rueda es el primero que viene a la cabeza, y en otras ocasiones sólo se copió el método adecuándolo a las variedades de la zona, la implantación del sistema champenois en Cataluña y el enorme desarrollo del Cava son el mejor ejemplo.

Hace algunos años convergieron dos hechos absolutamente dispares; en España aparecen con gran éxito zonas como Rias Baixas pero, por lo que sea, todo el mundo pide un Albariño. En USA comienza a popularizarse –es cool– el consumo de vino y en la archipopular serie Falcon Crest los “bodegueros” hablan de Cabernet, Merlot y Chardonnay con total naturalidad, toda una revolución. Mientras aquí se discutía sobre qué porcentaje de Rioja Baja admitía tal vino de Rioja Alta y si el vino de este pueblo ligaba bien con el de aquel. Imagino, yo era joven, que en el país que inventó el marketing moderno se buscó dejar en unas cuantas variedades de características muy marcadas el abanico de posibilidades para un consumidor popular que, por lo demás, sólo pedía vino italiano o francés.

Por esa puerta entraron los vinos del Nuevo Mundo ¿quién sabía dónde estaban Yalumba, Coonawarra, Curicó o Stellenbosch? Asociaron variedad y país. Todo simple y fácil de digerir; creo que ya lo he escrito, escuché hace muchos años a un comprador norteamericano ante un cabernet navarro comentar: “smells Chili”. La globalización había llegado y no siempre para bien.

Aquí, cómo es lógico, entramos y todavía seguimos a ese trapo con consecuencias discutibles. Las zonas cuyo prestigio asociaron a su variedad principal tienen la presión comercial de competencia de cualquier parte del mundo, con vinos mucho más baratos y peores; variedades como la Garnacha fueron sustituidas por Tempranillo u otras, como ejemplo en Rioja se pasó de una relación porcentual en 1983 33/40 a 8.5/81 en 2011, del casi empate a ser una décima parte en 30 años. Es dato, trágico pero dato. Y por que esto no da para más ejemplos.

Para redondear el asunto los críticos famosos, o no tanto, se han empeñado en ir “descubriendo” variedades que casi han desaparecido. Para muestra tres botones: una bloguera, The Telegraph y Forbes. Ahí es nada, ahora los que venden pidiendo “como sea” indicar Garnacha en la etiqueta, los que lo embotellan buscando como locos y los que la arrancaron tirándose de los pelos.

Resulta que se pide lo que hay.

Es que no ganamos pa’ disgustos.