Que no me toquen los polifenoles

El sector bodeguero, casi en su conjunto, y los más puristas consumidores de vino, han saltado como un resorte tras las recomendaciones del mediático chef David Muñoz en la pasada edición de Madrid Fusión en las que proponía aderezos con vino, injerencias de sabores externos y nuevas formas de degustación del líquido báquico.
Aunque, casi todos, nos hemos quedado con lo del vino con pajita o lo de la aguja hipodérmica que hace que no sea necesario descorchar una botella de vino para ser disfrutada, a pesar de que nos quiten precisamente el gustazo de abrirla.
Pues bien, la verdad es que, más que rasgarse las vestiduras, habría que hacer cosas “virales” para que todo Dios, en edad de hacerlo y con moderación, estuviera consumiendo vino, ya que somos el principal país productor. Y que todo el “glamour” de nuestras estrellas de cine, deportistas, cocineros y el resto de famosos se trasladara a prescripciones y recomendaciones que no pararan de mostrar las bondades de nuestro vino, al tiempo que nos fuéramos acercando al precio medio de los vinos franceses, que nos quintuplican en precio medio.
Hace ya 15 años se me rompieron los esquemas en la prestigiosa bodega de Cognac de Remy Martin, donde pude ver un video en el que japoneses jóvenes consumían esta bebida con zumos y batidos en vaso de tubo. Y algunos nos alarmábamos y preguntamos a los responsables de la visita, quienes nos dijeron que los tiempos estaban cambiando y que el caso es que bebieran Cognac de la forma que quisiera el consumidor.
Sí que es cierto que el vino es un producto terminado, cuyas mezclas han sido vistas desde hace décadas como aberraciones. Un tío mío pedía en los bares que le aguaran -o bautizaran como suele decirse- el vino para que fuera menos fuerte y el camarero lo miraba mal o simplemente lo ignoraba; aunque desde hace muy pocos años se proponen curiosos cócteles de vino, apoyándose en su armonización con diferentes platos.
Lo ideal es que todos fueran de la mano, porque el vino es una bebida social que requiere, por su contenido alcohólico, de cierta pausa y de ser acompañados de buenas viandas y de una buena amistad. Claro que a los bodegueros se les ha tocado en la línea de flotación de su orgullo, aunque olvidamos que es un producto que se vende y cuyo destino depende del comprador, dado que por mucho que les digamos no estamos exentos de que coloquen nuestra botella de vino al lado del motor del frigorífico o al lado de la salida de humos de la cocina o que en pleno verano queden expuestas al sol.
Hasta cierto punto, sería necesario que los chefs se mojaran en el consumo del vino, más allá de las recetas que publicó en su día la Federación Española del Vino (FEV), que correspondían a personajes de diferentes ámbitos y cuyo poso considero que debería haber sido aún mayor, pese a ser un buen intento de aunar vino y gastronomía.
Aunque sea con ejercicios de alquimia, o con recetas novedosas, sí que deberíamos granjearnos el apoyo de los potenciales consumidores jóvenes, a los que hay que simplificar el halo misterioso que envuelve al vino y que haga que puedan disfrutar, porque no olvidemos que, desgraciadamente, por ley de vida se pierden más consumidores de vino que los que ganamos y ahí es donde tendríamos que remover los cimientos.
De qué nos sirve presumir que producimos 42 millones de hectólitros, cuando en la base de nuestra formación y nuestra cultura sería casi obligado tener una asignatura reglada para que desde pequeñitos conociéramos las bondades de la dieta mediterránea, donde el vino, por mucho que ante las instituciones se haya querido ir de puntillas para no herir susceptibilidades, ha de tener un papel relevante.
O sea que más aparecer como los americanos en todas sus películas con copas y copas de vino y menos mirarnos el ombligo cuando alguien, con su forma de actuar, nos ha tocado un poco los polifenoles.
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José Luis Martínez Díaz
Licenciado en CC. de la Información, miembro de la AEPEV y de la FIJEV.
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