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El vino: negocio, placer de señoritos o gilipollez

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Los Premios Mezquita
Los Premios Mezquita

¿Creen ustedes, sinceramente, que con una producción aproximada de 160 millones de hectolitros anuales de vino es posible elaborar y vender todos ellos con la calidad, exclusividad y precio de un Château Pétrus, un La Tâche, un Penfolds Grange o un P

Pues hay quien se lo cree y pontifica descalificando buenos vinos jóvenes o aquellos otros elaborados con chips o tablones (ya me gustaría ver a estos sabios sujetos en una cata ciega a ver si son capaces de distinguir un envejecimiento en barrica de otro realizado con las tecnologías que lleva usando el Nuevo Mundo desde hace varias décadas) o simplemente el honesto vino de cada día. Son curiosamente los mismos que se quejan de que el consumo de vino en España y, en general, en los países de la Vieja Europa desciende de forma alarmante.

¿Pero en qué quedamos en que hay que beber solo vinos exclusivos de precios superiores a cien dólares para después mear colonia Chanel número 5 o en que debemos aumentar el consumo? Pero no queda ahí el asunto, ya que el colmo de los males, según ellos, viene del mal ejemplo que nuestros antecesores nos dieron al beber vino de cooperativa y encima con gaseosa. Y es que no se puede consentir que el pueblo llano, tras una infausta y horrorosa posguerra recordada en blanco y negro, no dedicara lo poco que ganaba a comer todos los días con un Vega Sicilia Único en la mesa. Faltaría más…

Claro que como hay que repartir las culpas, el problema no es solo de España, ya que Italia, y más concretamente Emilia Romagna, se ha encabezonado en invadirnos con sus infaustos lambruscos y eso sí que no. Pues bien gracias a esos mediocres lambruscos (tan doctos señores en el arte de la viticultura y la enología debieran saber que también hay excelentes lambruscos en esa maravillosa región italiana, como hay grandes moscatos d´Asti o grandes chacolís, aunque tengan unas características un poco especiales dentro del capítulo de vinos como su baja graduación) muchos jóvenes hacen su entrada en el mundo del vino. Comienzan con una bebida frizzante (tanto da si se le quiere llamar vino o no), continúan con el tinto de verano y los jóvenes blancos afrutados y terminan amando y consumiendo vino. Y, en el peor de los casos, siguen bebiendo lambrusco, tinto de verano, calimocho, rebujito, vintonic o vino con cebolla y pepinillos porque en un país libre, respetando a los demás y las normas de tráfico, cada uno bebe lo que quiere y como quiere.

El grave problema al que se enfrentan muchos jóvenes es cuando llegan a un restaurante para una cena con su chico o su chica y el sumiller les hace un examen de tercero de Enología de la Universidad de Burdeos y les pregunta si desean una bonarda o una carménère, si el tostado de barrica es más adecuado el de Séguin Moreau o el de Radoux o si su zona preferida es Cahors o Marlborough. Desde ese preciso momento, la cerveza ha ganado dos nuevos adeptos para su causa y la pareja cuando vea una botella de vino dará un rodeo de aproximadamente tres cuadras para no contaminarse de esnobismo y gilipollez.

El vino es un producto industrial y un negocio, además de un maravilloso placer, que requiere de grandes inversiones y de un largo peregrinar para ver los primeros frutos. Dentro de la enorme cantidad y variedad de vinos que se hacen en el mundo existen aproximadamente un 0,5% de vinos excepcionales que debemos intentar probar, si nuestro peculio o nuestros contactos nos lo permiten, alguna vez en la vida. Pero de ahí a hacerlo norma es como querer comer todos los días en el Celler de Can Roca o pasearse con una docena de diamantes de un cuarto de kilo. Ostentación, esnobismo e imitación del tonto del haba.

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