El campo español en pie de guerra
Los agricultores españoles, entre los que se encuentran un buen número de viticultores, se han lanzado a la calle para reivindicar mejores precios para sus productos y soluciones a la subida de costes de producción que, desgraciadamente, coinciden con una estrepitosa caída de precios, unida, en algunos casos, con cosechas más cortas. Todo ello en un contexto en el que se ha aprobado la subida del salario mínimo interprofesional (SMI), por el que se rigen la inmensa mayoría de los trabajadores del campo, hasta los 950 euros.
La subida del SMI, una larga reivindicación de los sindicatos de trabajadores, es un acto de justicia, pero este hecho llevado a cabo en dos movimientos, primero hasta los 900 euros y después hasta los 950 euros, ha caído como una losa sobre las ya maltrechas economías de muchos agricultores, que ven cómo sus rentas retroceden de forma peligrosa por varias circunstancias adversas, algunas de ellas meramente climáticas.
A la caída de cosechas en productos como la aceituna, en otro escenario una zafra de 1,22 millones de toneladas no habría sido un problema, se une la caída del precio del producto; la subida del gasóleo y el resto de productos utilizados en la agricultura, cada vez más limitados y caros como consecuencia de la prohibición de buena parte de los principios activos al ser perjudiciales para el medio ambiente, y la enorme presión de las grandes cadenas de distribución sobre la industria y de esta sobre los productores, último y más débil eslabón de la cadena.
Si bien es cierto que la vitivinicultura se ha reinventado durante los últimos 25 años con un considerable incremento de la productividad al ser capaz de producir más y más barato con unos estándares de calidad notables, la realidad es que los dientes de sierra de las campañas de bajos precios por gran producción, con la de precios más elevados a costa de la pérdida de kilos. no está siendo muy favorable para los intereses agrarios, justo en un momento en que todo el mundo habla de la España vaciada y desea que se fije población en unas áreas que dependen en gran medida de la agricultura y la ganadería.
Durante varios años las políticas de las distintas Administraciones han sido erráticas. Han animado, con subvenciones, a los viticultores a arrancar variedades autóctonas y sustituirlas por supuestas variedades mejorantes (foráneas) con la idea prefijada de que era eso lo que pedía el mercado. Cuando se dieron cuenta de que esa directriz era errónea dieron marcha atrás y comenzaron a animar a los agricultores a poner de nuevo variedades autóctonas. Por el camino se había perdido gran parte del patrimonio vitivinícola español, incluido muchísimas hectáreas de garnachas y tempranillos centenarios.
Y para añadir más leña al fuego, y entiendo que fruto del desconocimiento, llegan declaraciones como las del secretario general de la UGT, Pepe Álvarez, decidido partidario del derecho de autodeterminación, calificando al grueso del sector agrario, ¡qué sabrá él!, de ser “la derecha terrateniente y carca” o de Pablo Garzón, hermano del flamante ministro de Consumo y como él militante de Izquierda Unida, que en el más puro estilo liberal dice que si hay empresas agrarias que no pueden asumir las subidas del salario mínimo, que cierren. Una gran aportación, claro está, al fortalecimiento de la España vaciada.
La realidad es que el campo español, y de forma urgente, necesita una Ley de Prohibición de Venta a Pérdidas, que se cumpla; una Ley Antidumping con las economías que inundan España de productos que, en algunos casos, no cumplen las exigencias que se plantea a nuestros productores y una fiscalidad que palíe, en la medida de lo posible, la subida del SMI, especialmente dirigida a los productores menos pudientes.
Foto: Istockphoto.
Periodista. Miembro de AEPEV y FIJEV
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