De temperatura, copa, servicio y pijadas varias en el mundo del vino
No sé quién pudo ser el sabio al que se le ocurrió decir en España que el vino blanco hay que servirlo fresquito, pero que el tinto, por el hecho de ser tinto, debe servirse del tiempo, a temperatura ambiente. Vamos a 42 grados en Córdoba y Sevilla y a unos 40 en La Mancha, en verano; y alrededor de 10 bajo cero en Burgos, Valladolid y Soria, durante el crudo invierno.
Pues bien, gracias a esa absurda teoría, amplificada especialmente en multitud de bares del medio rural, los jóvenes han salido espantados, como alma en pena, del mundo del vino y se han abrazado, como si de la mejor amante se tratase, a la cerveza industrial, eso sí bien fresquita.
En no pocos bares y cafeterías ha cundido la teoría de que el vino tinto, si es bueno, generalmente Rioja o Ribera de Duero, con una buena pasadita por madera, al modo y manera de la sopa de roble, y a un precio en bodega en torno a los 2,50 euros, debe servirse a la temperatura del bar, guardarlo boca arriba con el corcho puesto y, a ser posible, cerca de la cafetera para que no se enfríe. Todo un regalo para los amantes del vino y una forma de atraer nuevos consumidores a ese vino, que más que vino merece llamarse caldo, palabra muy socorrida para buena parte de periodistas, escribanos, escribientes, escribidores y opinadores del asunto.
El origen de la temperatura ambiente del tinto está en Borgoña, una zona donde la pluviometría suele sobrepasar los mil litros anuales por metro cuadrado y donde las temperaturas medias oscilan entre los 16 y los 18 grados, pero trasladar esa costumbre de una de las zonas más elitistas del mundo, donde reinan con luz propia la chardonnay y la pinot noir, hasta nuestros lares no deja de ser una estupidez.
Por el contrario, los sumilleres noveles, avisados de los errores de antaño y, en general, con una formación a la altura de su humildad, han corregido esa tendencia y comienzan a acercarse a los jóvenes con la lección aprendida. Les enseñan que el vino es, sobre todo, disfrute. Juegan con las copas y la experiencia que da el uso indebido durante años de los famosos catavinos en concursos nacionales e internacionales o las infumables copas de flauta con los espumosos, que se quedaron ya viejas en la etapa de madame Pompadour. Y ahí hemos empezado a ganar todos.
Los jóvenes comienzan a darse cuenta que para degustar un vino no es necesario hacer un Máster en Burdeos ni aprender si huele a fruta de la pasión (la mayor parte de los que la evocan no la han visto en su vida) o al refajo de la abuela metido en el armario con bolas de alcanfor y efluvios de membrillo. El vino es diversión, entretenimiento, alimento mediterráneo, pretexto para la amistad y, por encima de todo, disfrute y hedonismo. Un buen servicio, una adecuada temperatura, una copa apropiada y una buena compañía mejoran la percepción del vino y alegra a quienes lo consumen. Y esa debe ser la auténtica razón de su existencia milenaria.
José Luis Murcia
Periodista. Miembro de AEPEV-FIJEV.
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Periodista. Miembro de AEPEV y FIJEV
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