De caldos, maridajes, meniscos y gilipolleces varias
Recientemente fui invitado a visitar una amplia exposición de caldos en Castilla-La Mancha, la Comunidad Autónoma que me vio nacer y en la que vivo. La verdad es que no cabía en mí de gozo ante la posibilidad de comparar la enorme variedad de consomés, sopas y demás platos cocidos en los que, imaginaba, se mezclarían verduras, carnes y pescados para dar lo mejor de sí mismos.
Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando entre la enorme oferta de productos no se encontraban Aneto, Gallina Blanca, Starlux, Knörr o Maggi sino botellas de distintas IGP como Vino de la Tierra de Castilla o Denominaciones de Origen La Mancha, Valdepeñas, Manchuela, Uclés, Ribera del Júcar, Mondéjar, Jumilla o Almansa.
Cuando mostré mi extrañeza ante los responsables de la muestra por los productos expuestos, estos me hicieron saber, diccionario en mano de la Real Academia de la Lengua Española, que la acepción caldo, del latín calidus, se aplica también en su tercera acepción a “cualquier jugo vegetal alimenticio: vino, aceite…”. Y, claro, ante tanta ciencia y sabiduría, uno no tuvo más remedio que callarse y preguntarse cómo puede vivir con tanta ignorancia ante tan doctos periodistas, bodegueros y hombres de negocios que consideran sinónimo de vino a los sopicaldos.
Claro, que en esta diatriba, hay momentos en que está más que justificado llamar caldos a los vinos, aunque a algunas personas del sector les parezca mal y a nuestros hermanos hispanoamericanos, que también hablan nuestro idioma, les resulte raro. Cuando vamos a los mercados navideños alemanes podemos tomar el glühwein, un vino caliente con especies, que puede asimilarse a un caldo; producto que también es típico de los países nórdicos, Austria, Hungría y hasta Francia e Italia, con diversos nombres en cada uno de ellos.
Pero cuando el vino se asemeja a un caldo en toda su amplitud es cuando en esta bendita Castilla-La Mancha o en Extremadura o Andalucía uno llega a mediodía, con 42 grados a la sombra, pasa a un bar sin aire acondicionado y te sirven un tinto que mantienen de pie, con el corcho a medio meter y abierto del día anterior, junto a la cafetera, a temperatura ambiente, porque el tinto, te subraya el pollo, se toma a temperatura ambiente. Y eso, amigos, eso sí es un caldo en toda su extensión, se mire por donde se mire.
Otra palabreja a la que me resulta difícil acostumbrarme es la de maridaje, que en su segunda acepción en el diccionario de la RAE, dice que es “la unión o correspondencia de dos o más cosas entre sí”. Claro que maridaje viene de maritus (macho, varón…). Ya sé que la lengua es fiel reflejo de la sociedad y que esta, en la que vivimos, tiene definidas connotaciones machistas. Además, eso de que vino y comida maridan en un universo gastronómico donde el funcionamiento se debe a la armonía nos parece muy lógico. Y todo nos lleva, como defiende la Academia Española de Gastronomía, al uso más adecuado del verbo armonizar y de la palabra armonía.
Y en una tercera acepción, habría muchas más, se sitúa el sumiller, que se hace llamar sommelier en francés, que para referirse al ribete del vino en la copa nos habla del menisco, con la misma familiaridad que si se tratara del cartílago presente en la articulación de la rodilla de Messi o Cristiano Ronaldo. Y aquí no le salva ni el diccionario, ya que en su tercera acepción habla de “superficie cóncava o convexa de un líquido contenido en una probeta”. Y una copa, al menos por ahora, no es una probeta. Y es que en esto de vino, cada día que pasa falta afición y sobra tontería.
Periodista. Miembro de AEPEV y FIJEV
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