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Canarias avanza con prisa, sin pausa y, sobre todo, con originalidad

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Cerrar los ojos y llevarse un vino a la nariz es recordar que se está en tierra de volcanes rodeada por la inmensidad del Océano Atlántico, dos de sus puntos de influencia más importantes.

Durante tres días, cerca de 200 vinos canarios de distintas clases, variedades y procedencias se han sometido al examen anual que desde hace 24 años celebra la Fundación Alhóndiga con un amplio panel de catadores que componen técnicos de las distintas denominaciones de origen del Archipiélago junto con funcionarios del Gobierno isleño e invitados de la Península, entre los que me encontraba por tercera vez.

Las conclusiones, pese a las exigencias de los miembros del jurado, es que la vitivinicultura canaria ha dado en estos años pasos de gigante. Han crecido en calidad y cantidad los vinos tintos de maceración carbónica que son una auténtica explosión de luz, color, aromas y sabor. Igual que ha ocurrido con los vinos de licor, los maravillosos malvasías, los originalísimos vinos de tea (envejecidos en madera de pino canario al modo y manera de los retsinas griegos, pero con una profundidad y aroma mucho mayor y un sabor frutal más nítido); los blancos secos, dulces, semidulces y semisecos…

Es obvio que Canarias no es un gran productor de vinos, ya que su cosecha anual media se sitúa en torno a los 15 millones de litros, aunque los dos últimos años, por las distintas adversidades climáticas, esa cifra ha bajado considerablemente. Pero el factor turístico, auténtico motor económico de las islas junto al cultivo del plátano, constituye el público objetivo de unos vinos que tienen en común su originalidad, el cuidadoso esmero y defensa de sus variedades autóctonas y el acompañamiento ideal de una de las gastronomías más ricas, sabrosas y variadas de la geografía española.

Los vinos tintos canarios, cuyo mayor exponente se sitúa en la denominación de origen Tacoronte-Acentejo, sin olvidar las maravillas que se hacen en cualquiera de las siete islas desde Lanzarote a El Hierro, son, en general, ligeros, sublimes, sutiles e ideales para servir a 14 grados, una temperatura idónea para el casi perenne clima primaveral con que cuenta el conjunto del archipiélago.

La mayor parte de ellos se encuentran elaborados con la variedad listán negra, auténtica reina de la viticultura canaria en tintos, pero no debemos olvidar otras castas como la negramoll, la tintilla o el baboso negro que son santo y seña de grandes vinos, además de uvas foráneas que se utilizan en maravillosos ensamblajes con las uvas autóctonas, especialmente el merlot.

No sé hasta qué punto es cierta la aseveración de que el escritor británico William Shakespeare exaltaba las bondades de la malvasía canaria, extendida sobre todo por Lanzarote, La Palma y parte de la isla de Tenerife, pero lo cierto es que los grandes vinos de esta uva griega, que saltó de Sicilia a Madeira y desde ahí a Canarias, según algunos expertos, son auténticas obras de artesanía.

Los blancos secos de moscatel en pocos lugares consiguen una expresión tan auténtica como en Canarias. Esta variedad es un claro ejemplo de lo que puede ofrecer la vitivinicultura de las islas. Aquí se presenta en una de sus expresiones más auténticas y genuinas, con una explosión de sabor y aromas casi incomparable.

Y qué decir de la originalidad de los vinos de tea. Atrás han quedado esos vinos infumables de antaño elaborados en tinas más antiguas que el Arca de Noé y han dado paso a elaboraciones cuidadas, de magníficos vinos base con un sutil toque de madera de pino canario que ofrecen un producto diferente y genuino, sin comparación alguna, ya que su calidad es infinitamente superior a los retsinas griegos más afamados.

Canarias es un pequeño paraíso vitivinícola en extensión, pero grande en calidad y diferenciación. Cerrar los ojos y llevarse un vino a la nariz es recordar que se está en tierra de volcanes rodeada por la inmensidad del Océano Atlántico, dos de sus puntos de influencia más importantes.

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