Cuando Fischer Boël no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo

Parece que la comisaria está últimamente ociosa, ahora nos salta con la brillante idea de autorizar de nuevo la mezcla de blancos y tintos
Parece que la comisaria de Agricultura, Mariann Fischer Boël, está últimamente ociosa, ya que después de defender a diestro y siniestro el vino en multitud de importantes foros como la Semana Verde de Berlín o las reuniones previas a las cumbres de la Organización Mundial de Comercio, ahora nos salta con la brillante idea de autorizar de nuevo la mezcla de blancos y tintos para volver al infame clarete de hace 40 años, aquel que, con mucha moral, y sobre todo, con mucha gaseosa hacía la vida más llevadera. Y es que, nuestra querida abuelita danesa, como el diablo, cuando no tiene nada que hacer… pues mata moscas con el rabo.
Resulta que, con la que está cayendo en el mundo mundial como consecuencia de la crisis económica, a la que el vino no es, desgraciadamente ajeno, uno de los hitos más importantes de la nueva normativa es la autorización de la mezcla de vinos blancos y tintos, que fue erradicada, tras unos años de permisividad, con la entrada de España en la Unión Europea, hace ahora 24 años.
Precisamente cuando carecíamos de uva tinta para elaborar rosados y propiciábamos las mezclas de vinos muy concentrados procedentes de uva como la garnacha tintorera, la bobal o la tempranillo con blancos de poco pelaje elaborados con uvas de gran producción como la airén o la palomino, la receta de la señora Fischer podría tener acomodo. Pero ahora, en pleno siglo XXI y con un potencial vitivinícola enorme en toda la Unión Europea, la idea es cuando menos de bombero pirómano.
España, que produce alrededor de cuatro millones de hectolitros de vino rosado, cifra similar a la de nuestra vecina Italia, no tiene necesidad de apostar por productos descafeinados y escasos de credibilidad, máxime cuando su destino va a ser, en el mejor de los casos el granel, cuando no la quema. Y si nosotros estamos preocupados, imagínense los franceses que, con 4,5 millones de hectolitros, son los líderes mundiales de la producción de rosado, un vino que es casi un emblema patrio en la región de la Provenza donde se elaboran un millón de hectolitros, un ocho por ciento de la producción total mundial.
A los habitantes de Niza y alrededores debemos esa sana costumbre de tomar copas de vino rosado acompañadas de aceitunas de la zona o de pescados a la plancha, ritual que se repite a lo largo y ancho de toda la maravillosa Costa Azul, incluido el Principado de Mónaco. Son precisamente los productores de esta región, junto a sus colegas del Loira, quienes han puesto el grito en el cielo y han acusado a la Comisión de intentar cargarse este patrimonio cultural y gastronómico.
Más les habría valido a nuestros sesudos hombres y mujeres de las grises oficinas bruselenses haber dedicado esas energías en sacar adelante, y con tiempo y dotación, las ayudas para la promoción del vino en terceros países y no andar, como siempre, con prisas para ver, si con suerte, los bodegueros no llegan a tiempo de cumplimentar sus solicitudes y se pierden por el camino parte de la cuantía de las ayudas. Y es que este asunto de la burocracia no tiene arreglo ni con la caída del muro.
Mejor sería que pensaran de verdad en las necesidades del mundo del vino y se dedicaran a legislar a la sombra de los olivos nizardos o de los pinos de Cigales, por poner dos ejemplos, con una copa de vino rosado para ver si de una vez por todas les entra en la que cabeza que la Unión Europea está sobrada de reglamentos e infalibles visionarios como aquellos que hicieron las previsiones del año pasado sobre la producción mundial de leche y cereales. Y así nos luce el pelo.

Periodista. Miembro de AEPEV y FIJEV
Suscribirse
Reciba nuestras noticias en su email