Viejo y Nuevo Mundo vitivinícola: ¿Dónde se enmarca España?
Dos eventos a los que he asistido en las últimas semanas me han hecho plantearme la cuestión que da título a este artículo.
Me explico, es evidente que, geográficamente, España forma parte del Viejo Mundo vitivinícola: una historia que se remonta a antes de nuestra era; una historia rica que ha infiltrado la cultura, la economía, la demografía, etc., de nuestro país. Sin embargo, si nos fijamos en el pasado reciente y en el presente de nuestra vitivinicultura, ya no lo tengo tan claro; quizás nos alineamos más con la filosofía de los países del Nuevo Mundo. Les cuento mi experiencia para que juzguen ustedes mismos.
El primero de estos eventos fue un desayuno de trabajo que celebramos en Madrid los miembros de la Asociación Española de Periodistas y Escritores del Vino (AEPEV) con el Observatorio Español de los Mercados del Vino (OeMV), enmarcado en un acuerdo entre ambas organizaciones para organizar estos desayunos informativos para periodistas una vez al mes. En esta ocasión, su director, Rafael del Rey, nos expuso las conclusiones de un estudio encargado a la prestigiosa consultora AC Nielsen cuyo título es “El genoma del consumidor”. Según este estudio, de los 37 millones de españoles susceptibles de consumir vino (mayores de edad), 22 millones se declaran consumidores, de los que el 80% lo hacen de forma habitual. La media de consumo es de 5,33 copas a la semana. El estudio segmenta a los consumidores españoles en varios tipos: el tradicional (el 6,9% del total y 52 litros de consumo anual); el urbanita inquieto (7,6% del total y 51 litros de vino consumido al año); el trendy (26,4% del total, con un consumo anual de 37 litros); el rutinario (21,5% del total, con un consumo per cápita de 36 litros); el ocasional interesado (24,5% del total y 32 litros de consumo anual); y el bebedor social (que representa el 13% del total, con un consumo de 18,7 litros al año). El estudio recomienda tener muy en cuenta esa segmentación y el perfil de cada tipología de consumidor a la hora de comunicar, lo que me parece muy lógico. Si queremos captar a un determinado tipo de consumidor, debemos adecuar el mensaje a su perfil. Lo que ya me “chirría” un poco es que esto también lo den por válido para las bodegas arguyendo que, teniendo en cuenta estos perfiles, podrán adecuar su oferta al cliente. Dicho en plata, hacer el vino a gusto del consumidor. Lo malo es que los gustos, como las modas, cambian. O sea, que tendríamos que ir adecuando nuestra producción y nuestro estilo a lo que el mercado demanda en cada momento. Es cierto que una bodega es una empresa y necesita vender su producto para sobrevivir, más allá de “ideas románticas”. Lo que ocurre es que ciertas “ideas románticas” son necesarias para hacer buen vino. Y que, además, el vino es un producto diferente, fuera de procesos industriales, íntimamente ligado a la tierra, a la Historia y a sus gentes. ¿Es posible hacer confluir moda y tradición? ¿O hay que renunciar a algo por el camino? Y en ese caso, ¿ese algo es importante o baladí?
El segundo evento al que me refería fue Enofusión, y en concreto una cata del mítico Château Margaux. El gran Paul Pontalier (y digo “gran” porque es un gran hacedor de vinos y una grandísima persona) tuvo una intervención magnífica. O al menos a mí me lo pareció, quizás porque la base de mi formación y de mi vida en torno al vino es netamente francesa y porque admiro profundamente el respeto, conocimiento y cercanía que los franceses tienen con el vino.
Pontalier explicaba la filosofía de Château Margaux y el espíritu que animaba la elaboración de sus vinos: “Margaux siempre ha sido famoso por elaborar vinos complejos. Pero la complejidad puede ser muy simple. Lo difícil es hacer vinos para beber, refrescantes. Muchos se olvidan de que el vino no es para catar, sino para beber, para refrescar la boca. Por ejemplo, si hablamos de taninos, Margaux tiene muchos pero ‘poco tánicos’; los taninos son el esqueleto del vino y, como tal, no deben verse, ni siquiera mostrarse. Nuestro estilo es el mismo y es centenario. Nuestro viñedo no ha cambiado apenas en este tiempo. No hacemos vinos para gustar a tal o cual gurú ni para obtener altas puntuaciones. Hacemos el vino que sabemos hacer: vinos fáciles de beber y refrescantes, los que da nuestro terroir. La facilidad es algo imprescindible para un gran vino.”
Aunque el concepto yo lo tenía clarísimo, al oír estas afirmaciones mi mente se fue inmediatamente al concento contrario, es decir, a lo que se dijo en el desayuno de prensa con el OeMV. ¿En qué quedamos? Pues que en un mundo globalizado, con una competencia feroz tanto de vinos de nuestro mismo país como del resto del mundo, hay que tomar partido: o nos aferramos a nuestro terroir y nuestra historia, que son nuestros hechos diferenciales, o hacemos vinos a medida olvidando los conceptos anteriores y cambiando de estilo tantas veces como sea necesario. Ya se hace. Hoy en día si probamos un chardonnay, por ejemplo, a ciegas, es casi imposible saber de qué país viene. Ni siquiera de qué hemisferio.
¿Y España dónde se posiciona? Pues creo que más en la segunda proposición que en la primera, y tanto más cuanto más emergentes son las zonas. Aunque las DDOO históricas tampoco escapan a la tentación.
Por ejemplo, hemos sucumbido a la moda de los vinos monovarietales. Recordemos que no es un concepto europeo, salvo en zonas muy concretas donde reina una variedad de uva, como pueden ser los Pinot Noirs o los Chardonnays borgoñones. Pero en el resto de regiones de producción, el vino se hacía con lo que había en el viñedo y, en general, había un poco de todo. Se plantaba tal variedad por el rendimiento, tal otra porque aportaba color, y otras por su grado alcohólico u otras características. Y con esa paleta de colores se pintaba el cuadro. Sin embargo, en el Nuevo Mundo surgió el concepto de vinos monovarietales: era más fácil gestionar el viñedo y las vinificaciones, los vinos más fáciles de explicar, más fáciles de identificar por los neófitos y mucho más fáciles de ordenar en una carta de restaurante: “mire usted, señor cliente: aquí, todos los merlot; aquí todos los syrah; aquí todos los cabernet sauvignon…”
También tuvimos un periodo de, lo que yo llamaba, “vinos que se mastican”: altísimas concentraciones ¡de todo! Mucha chicha en la boca pero imposible de terminarse una botella entre dos personas. Pero ¡ah!, era lo que entonces se puntuaba bien, allá por Boston.
Y otro para darle nombre a todo eso que iba surgiendo en la última década: Reserva Especial (aquí el término “reserva” no alude al tiempo de crianza), Vino de Autor, Vino de Finca o Vino de Alta Expresión (muchos de ellos “de Alta Extorsión”, parafraseando a un gran catador y amigo), entre otros términos, más o menos afortunados.
Parece que ahora los conceptos “terroir” y “tipicidad” vuelven al terreno de juego en España, así como la defensa de las variedades autóctonas, muchas de ellas masivamente arrancadas en las últimas décadas para plantar las llamadas “variedades internacionales”, mucho más vendibles en el extranjero por ser ya conocidas. ¿Se imaginan a un viticultor francés arrancando Merlot para plantar Zinfandel con la esperanza de vender más en EEUU?
En fin, el caso es que no hay bodega española que en su web, su publicidad o sus etiquetados no reivindique la unión entre tradición y modernidad. Pero ¿es eso posible? A mi juicio, si entendemos modernidad por tecnología, por supuesto. Si la traducimos por moda, es completamente imposible. Quizás, como decía al principio, soy muy afrancesada en mis conceptos, pero creo que si debemos aferrarnos a algo es a nuestra autenticidad. Y contarla, explicarla y enamorar a los consumidores.
Margarita Lozano
Periodista
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